Editorial

Ley que inmoviliza

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La industria salmonera da trabajo directo e indirecto a más de 70 mil personas, desde Biobío a Magallanes; es la segunda productora mundial, tras Noruega; y aporta el 2,1% del PIB, contribución que es incluso más alta en las regiones en que se desarrolla la actividad. Mirado desde esta perspectiva, el “ninguneo” que ha acusado el sector podría parecer exagerado, considerando que es uno de los más relevantes del país y que representa a la segunda mayor industria exportadora nacional, después del cobre. Sin embargo, sus críticas tienen como componente una de las tónicas que se repite en varias otras industrias: las incertezas y la falta de confianza.

Si bien en 2023 el conjunto de las principales empresas del sector registró pérdidas por el alza en el costo de los insumos, en 2022 había alcanzado una fuerte recuperación tras la debacle provocada por la pandemia, con un salto de 28% en sus exportaciones y un récord de precios.

Toda la salmonicultura opera en 4 hectáreas de mar; sin embargo, en virtud de la Ley Lafkenche se están reclamando 4 millones hectáreas.

Sin embargo, las trabas que impone la permisología, la falta de diálogo y cambios regulatorios han alterado el clima de negocios, paralizando proyectos productivos. Esta tónica no se da solo en este rubro, sino en la mayor parte de los sectores que representan grandes volúmenes de inversión.

En el caso particular de la industria salmonera, la aplicación de la Ley Lafkenche es un ejemplo de cómo una herramienta que debiera generar certezas ha derivado en obstrucciones. Aunque los Espacios Costeros Marinos de Pueblos Originarios consagrados en dicha ley no constituyen propiedad, sí otorgan la figura administrativa concesional a asociaciones de comunidades indígenas, lo que en la práctica les da un estatus preferencial frente a otros ciudadanos. Y esto resulta notoriamente contradictorio con la pretensión de igualdad ante la ley que debiera primar en un Estado de Derecho moderno, más aún cuando el “privilegio” impide el desarrollo económico, el empleo o el crecimiento, todos elementos muy necesarios para un país como el nuestro.

Toda la salmonicultura chilena opera en 4 hectáreas de mar; sin embargo, en virtud de la Ley Lafkenche, diversas comunidades originarias están reclamando 4 millones de hectáreas, lo que en la práctica congela cualquier iniciativa productiva, mientras no se resuelven estas reclamaciones. Un sector que ha estado creciendo un 5% en promedio anual en términos de volumen de producción, debiera contar con mayores certezas para hacer más sostenible la actividad.

Es cierto que también se requiere más investigación, desarrollo e innovación para resolver temas como los pasivos ambientales, pero insistir en instrumentos que inmovilizan inversiones a manos de grupos de grupos muy minoritarios no parece ser una política pública que apunte a resolver los problemas de crecimiento estructural que diversos sectores están denunciando.

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